sábado, 27 de septiembre de 2008

Cinefilia

¡¡¡Hala, que fuerte, me paso al relato erótico!!! Y además de baja estofa; alimentando los instintos más primarios. Qué guay.


Cinefilia

Tenía doce años cuando oí por primera vez el rumor. Me lo contó Ramírez, aquel chico que tenía por costumbre merendar mocos en el patio del recreo.

-Tu madre hace pelis porno.

Por supuesto no le hice ni caso. En mi imaginario infantil mi madre representaba la encarnación indiscutible de la pureza absoluta. No había nada que discutir. Sin embargo el rumor me acompañó durante el resto del colegio y traspasó las fronteras del instituto. Allá donde fuera siempre oía a mi paso el murmullo sordo de cuchicheos y risillas.

-Mira, aquel… su madre… pobrecillo.

Claro que no era ciego a la belleza de mi madre ni dejaba de darme cuenta que sus pechos, sus caderas y su culo eran más generosos que el de cualquiera de las madres de mis amigos. Pero para mí eso solo demostraba su mayor pureza.

No podía entender como una falsedad tan evidente se había extendido durante tanto tiempo y a través de tanta gente. Así que decidí que ya era hora de descubrir la verdad. Por supuesto no iba a preguntárselo a ella: acudí a los servicios del “Torbe” González Cuando me pasó la cinta ni siquiera se atrevió a mirarme a los ojos.

La noche en que la puse mi madre estaba en uno de sus viajes de negocios. O eso creía yo. Reconozco que aunque antes había estado convencido de que era imposible, ahora apretaba el botón de inicio dominado por el miedo, temeroso de encontrarme con lo que no quería ver. Busqué su nombre entre los títulos de crédito, pero no pude hallar ninguno ni ligeramente parecido. La película tenía buena producción y se notaba que había contado con un presupuesto generoso. Dos hombre musculosos discutían por no sé qué en una de las cajas de una gran superficie comercial. La cajera, una chica morena de rasgos asiáticos, trataba de contenerlos en vano mientras a sus espaldas se iba formando una cola inmensa de clientes impacientes. Curiosamente todos eran hombres que parecían recién escapados de un concurso de Fitness. No había ni rastro de mi madre. Mientras tanto en la película empiezan a producirse empujones y protestas airadas entre los que aguardan su turno. La cajera asiática, desesperada, levanta el auricular y hace una llamada. Entonces aparece una especie de guarda de seguridad uniformada de cuero con una ostentosa gorra que le mantiene el rostro en la sombra. Los forcejeos cesan inmediatamente para contemplar el contoneo suave de sus caderas y el nervioso rebotar de sus pechos. Noté entre mis piernas el inicio de una erección. La vigilante jurado agarra por las solapas al primero de los hombres de la caja, lo tumba donde el lector de códigos de barras y le hace la mamada más espectacular que yo hubiera visto jamás. Hunde en su boca hasta el último centímetro del enorme miembro, mientras que con la mano derecha “atiende” al otro hombre. Toda la superficie comercial contiene el aliento asombrada. La mujer despacha con morosidad y lujuria uno a uno a todos los clientes Sus movimientos son instintivos, animales; es imposible que esté actuando, se le nota que disfruta, que quiere más. Me encontraba tan absorto que no me di cuenta de que me estaba masturbando; me estaba meneando la polla con tal frenesí que incluso empecé a hacerme daño. Por su parte, la mujer seguía enfrascada en su tarea mientras a su alrededor yacían decenas de cuerpos masculinos extenuados. En un momento de pasión alguien le quita la gorra y la cámara aprovecha para realizar un primerísimo plano de su rostro: el encendido rubor de sus mejilla y los ojos en blanco de mi madre me dejan al borde del derrame. La excitación era brutal. Tanta que casi ni me di cuenta cuando su suave mano se posó sobre la mía y, retirándola cariñosamente, tomó el control de mi pene. Había adelantado la fecha de regreso y acababa de llegar a casa para encontrase con esa escena deliciosa: su pequeño masturbándose salvajemente con una de sus películas. Me dejé hacer, rendido todo mi sistema nervioso a los vaivenes de sus hábiles caricias. Hicimos el amor ardientemente durante la hora y media que aun duró el film. Me sentía orgulloso de sus dotes y del hecho de poder disfrutarla yo solo mientras en la película decenas y decenas de hombres tenían que esperar impacientes su turno. Nunca más volví a poner en duda la pureza de mi madre.

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