jueves, 13 de marzo de 2008

Apuntes para una narración que nunca escribiré: Sostenella y no enmendalla.



Nuestro protagonista es joven, tendrá si acaso veintidós o veintitrés años, o tal vez ni eso; no nos importa, lo único que debemos saber es que es ciertamente muy joven y que exigido por las circunstancias se ve en la obligación de decidirse entre embarcar hacia Occidente o hacia Oriente. Si los lectores lo prefieren pueden imaginarse que huye del infernal ambiente de un hogar despótico, o tal vez de las consecuencias de un crimen horrendo, o si no quieren ser tan tremendistas, de las de un embarazo no deseado. Como gusten. El caso es que esa noche duerme en la posada de un pueblo portuario cualquiera y allí mismo, a sabiendas de que ambos caminos le son igualmente inescrutables, cede su elección al capricho de una moneda marcada a cuchillo. Después la entierra a los pies de la peña más recóndita que encuentra en la playa, sellando definitivamente su destino, pongamos por caso, embarcarse hacia Oriente, que siempre resulta más exótico y sugestivo para cualquier narración que se precie. De esta forma viaja durante tres días rumbo al continente amarillo cuando, al cuarto día de navegación, la goleta que lo trasporta es abordada por un navío pirata, siendo hecho prisionero y vendido en el mercado de esclavos de la isla más próxima al módico precio de 50 piezas de oro.

Resignado, a nuestro héroe no le queda más remedio que soportar durante los siguientes diez años todo tipo de vejaciones y trabajos infrahumanos hasta que ahorra lo suficiente para poder comprar su libertad. O diseña un astuto plan para escapar de la tiranía de sus explotadores. O lidera valientemente una revuelta de esclavos, mismamente como Espartaco. Quede eso también a la elección del lector de estas notas. Lo cierto es que sea como fuere, decidamos lo que decidamos, nuestro protagonista, ya treintañero, se alistará después como voluntario para combatir en alguna de las innumerables guerras que asolan al mundo desde el inicio de los tiempo. Sacrificando la coherencia del relato en el altar del dramatismo podemos situarlo en las ardientes arenas del desierto, bajo las órdenes del Mariscal Rommel, por ejemplo. Allí, además de padecer los rigores del desierto, verá morir en sus brazos a un sinfín de amigos y compañero, hasta que definitivamente sea apresado en la batalla de El Alamein y pase el resto del conflicto entre las penurias y los abusos de un campo de prisioneros.

Por una cosa u otra para cuando concluye su transito por la guerra ha cumplido ya cuarenta años y ahora vagabundea por el lejano Oriente durante la siguiente década emprendiendo cualquier aventura comercial que mi imaginación o la del lector pueda concebir , a condición, eso sí, de que fracase estrepitosamente en todas ellas, con lo que los cincuenta le sorprenden sumido en la más absoluta miseria, aunque aun con el ánimo y las fuerzas suficientes para trasladarse hasta Alaska y participar de la locura que la fiebre del oro desató en la región.

Durante los siguientes diez años veremos –o veríamos si esto fuera escrito alguna vez- a nuestro protagonista ir de yacimiento en yacimiento, de veta en veta, consiguiendo apenas extraer lo justo y necesario para seguir muriéndose de hambre por un tiempo más. Y si en alguna ocasión el azar es generoso con él, lo gasta pronto en los salones y prostíbulos de las innumerables ciudades que nacen y mueren al calor de los buscadores de oro. Así, en uno de esos escasos golpes de fortuna contraerá una enfermedad venérea que lo obligará a abandonar definitivamente esta vida y a recluirse en un sanatorio durante al menos un par de años. Cuando es dado de alta, envejecido, con más de sesenta años y una salud tan debilitada como su ánimo y su bolsillo, se instala definitivamente en un pequeño pueblo donde abre un modesto taller mecánico, asienta la cabeza, va a misa de doce todos los domingo y conoce a una madura solterona local con la que descubrirá por vez primera el amor.

Los siguientes años serán los más felices de su vida, si no los únicos: se casa, el negocio prospera, compra una hermosa mansión estilo colonial y pasa con su esposa los fines de semana cuidando de su jardincito. Ella bromea echándole en cara el que la haya hecho esperar tanto tiempo antes de decidirse a aparecer en su vida. Aunque esta etapa se extienda apenas durante otra década, interrumpiéndose abruptamente por la muerte de Ann -llamémosla así, aunque ese nunca fue su nombre- él se siente tan agradecido de haber podido compartir con ella su dicha durante este breve periodo que da por bueno todos los padecimientos soportados a lo largo de su desgraciada existencia y concluye que al fin y al cabo acertó cuando en su momento eligió embarcar hacia Oriente y no hacia Occidente. De hecho le entra pánico con solo pensar en la posibilidad de haberse decidido por la otra alternativa y no haberla conocido jamás, lo que hubiese extraviando sin duda su vida en el más absoluto de los sinsentidos.

Y aquí podríamos terminar nuestro relato, si es que fuera nuestra intención contar una historia de moraleja y final feliz. Pero no lo es, así que un día, siendo ya un viudo septuagenario con demasiado tiempo libre que perder, se decide a pasar unas vacaciones en la playa de un pequeño pueblo portuario situado apenas a un par de jornadas de viaje, dirección este, de la localidad en la que se ha establecido definitivamente, la misma en la que ha conocido la felicidad. Allí, ocupado en los juegos que se quiera, preferiblemente alguno propio de su edad y condición, escarba al pie de una peña considerablemente alejada del mar y se reencuentra con la misma moneda marcada a cuchillo que enterrase hace ya tantos años , hecho este con el se pondrá, ahora sí, punto y final a la narración, permitiendo al lector llegar a sus propias conclusiones, aunque no sin antes dar a entender que nuestro personaje ha comprendido a carta cabal el verdadero sentido y significado que se oculta tras tan tedioso cuento.

4 comentarios:

  1. Oye, que fui a por croissants recien hechos y me acordé de ti. Prefieres café con leche, chocolate deshecho o te lo relleno de nata? Tu dirás.

    ResponderEliminar
  2. A mí me van más las gominolas de fresa y los regalices mentolados. Para beber un té de yerbagüena.

    Buen provecho.

    ResponderEliminar
  3. Este es el blog de cocina que más me gusta.

    ResponderEliminar
  4. Y eso que mis saberes culinarios aun no van más allá de la sopa de sobre, la tortilla francesa y los espaguettis. Ya veréis cuando haga el curso de Cocina para inutiles que imparten el mes que viene en Inopia. Vamos, riete tú del Ferrán Adrià ese y El bulli.

    Unas lentejas glaseadas de miel, canela y albahaca

    ResponderEliminar