sábado, 12 de enero de 2008

La aventura, de Michelangelo Antonioni

No es que me considere experto en Antonioni – no me lo considero en nada ni en nadie- como para pontificar sobre su cine, del que apenas he visto Las amigas y ahora La aventura, pero vaya, no deja de sorprenderme  que en su momento parte del público y la crítica lo recibiera como “una pesadillezca obra maestra del tedio” (así calificó en 1960 la revista Time a La aventura). Es cierto que no son sus películas precisamente dechados de ritmo repletitas de aventuras trepidantes, como el Hollywood de los 40 y 50. Pero de ahí a sugerir que en ellas no pasa nada, o que el suyo sea “un ritmo de lentitud apabullante” (Allan Hunter: Los clásicos del cine, 2001, Alianza editorial, pag. 64) dista cierto trecho que es mejor no recorrer. Sobre todo porque no sería justo. 
 
Las películas de Antonioni se enmarcan dentro de una cierta tradición de cine europeo que, como Bergman, Tarkowsky, Rohmer, el primer Fellini o los autores del neorrealismo italiano, se preocupa más por el análisis de genuinos tipos humanos y sus relaciones sociales, ya sea a nivel afectivo como con respecto al medio en el que se desenvuelven, que por recrear suculentas anécdotas narrativas. En este sentido, creo que los films del italiano cumplen con creces y resultan verdaderamente interesantes. 
 
La aventura cuenta la compleja relación entablada por Claudia y Sandro tras la misteriosa desaparición de Anna, íntima amiga de la primera y novia del segundo. Ambos son miembros de la alta burguesía italiana, lo que sirve de excusa para que Antonioni haga un retrato inmisericorde de esta clase social, que los muestra como indolentes y parasitarios. Sin embargo no es este el tema principal de la película, sino que ésta se centra en el estudio de la volubilidad del sentimiento amoroso. Anna hace el amor con Sandro nada más arrancar el film, sin embargo poco después le comunica su deseo de vivir por un tiempo separada de él. Sandro confiesa a Anna su deseo de casarse con ella, sin embargo desde el mismo día en que desaparece, empieza ya a tirarle los tejos a Claudia. Mientras, ninguno de los matrimonios que aparecen en la trama son modelos de amor y fidelidad: Guilia es descaradamente infiel con el joven pintor; Patrizia, aunque por pereza no lo es, tampoco siente ningún afecto especial por su marido; y por último, el farmacéutico no tiene el más mínimo reparo en insinuarse a cualquier mujer hermosa que pase por su establecimiento. Frente a este panorama desolador, Claudia prefiere resistirse a las tentativas de Sandro por conquistarla, sabedora acaso de que el amor de éste será tan voluble como el de los demás o como el que él mismo profesaba por Anna. Y aunque finalmente cede a la pasión, es el único personaje dotado de cierta dignidad en el film: no quiere aceptar este baile constante de sentimientos y se siente culpable cuando comprueba que en aras de su nuevo amor ya no desea que Anna reaparezca con vida. Finalmente sus dudas resultan ser fundadas y Sandro acaba siendole infiel con una bella prostituta, sumiendo a ambos en el desconsuelo. Y es que para Antonioni el amor  es ese sentimiento problemático y equívoco que en verdad apenas puede ser considerado como un estado transitorio del deseo, condenado a morir una vez satisfecho. Lo cual trae aparejado, como intuye Claudia, una reducción a la nada del valor de las relaciones humanas y tal vez de las personas mismas. 
 
Anna desaparece sin dejar ningún rastro, y aunque ha sido hija, amiga y amante, pronto es extirpada de la memoria de los demás, pues una vez reemplazada por un nuevo “sujeto” del deseo pierde por completo su valor. Es por ello que Antonioni ni se molesta en resolver el misterio de su paradero: es algo que ya a nadie importa. En fin, ya lo dijo no sé quien en no sé que ocasión –gran personaje e intelectual éste-: mientras el odio une de por vida, el amor apenas lo hace por una breve temporada.

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