miércoles, 23 de agosto de 2006

Raymond Carver

¿De que hablamos cuando hablamos de amor? Vete tú a saber. Para mí tengo, a pesar de todo el rollo sentimentaloide que escribí cuando reseñe El Principito, que detrás de sentimiento tan imprescindible, al que han cantado apasionadamente los aedos de todas las épocas y lugares y del que dicen los filósofos que es capaz de resguardarnos por sí solo del frío mortal de un universo sin dios; que detrás de la adhesión voluntaria –no me atreveré a decir que desinteresada- de dos seres, existe, como existe siempre en cualquier tipo de relación humana, un algo –un mucho tal vez- de sucia lucha de poderes. No quiero decir con esto que el amor sea apenas una entelequia nacida de nuestros miedos más profundos –joder, como me estoy poniendo de espléndido hoy-, sino, muy por el contrario, creo que es una realidad innegable que todos hemos sentido de alguna u otra forma en el transcurso de nuestras vidas. Lo único que quiero decir es que no es oro todo lo que reluce y que aún el amor más sincero es capaz de sacar lo peor de las personas que lo viven.

Esta parece ser una de las constantes que vertebran la obra del escritor norteamericano Raymond Carver, autor de volúmenes de cuentos tan imprescindibles como Catedral o ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? En sus narraciones Carver nos muestra el reverso tenebroso del American Way of Life, ese lado oscuro del sueño americano en el que no todo son oportunidades, éxitos y relumbrones; la América de Carver se asienta firmemente sobre las frustraciones, las desiluciones, el desespero y la más absoluta falta de fe en un futuro mejor: parados, alcoholicos, parejas destrozadas que se aman a traves de la violencia -ya sea verbal o fisica- , infieles de todo tipo, hijos desnaturalizados... son la fauna de esta exposición de lo que los americanos suelen denominar –tan sensibles ellos siempres- como basura blanca. Sus páginas se pueblan así de todo tipo de personajes destrozados que no conocen otra cara que la de la crueldad y que no admiten otra moneda de pago que esa misma crueldad con la que su mundo les obsequia y en el que apenas hay lugar para la aparición de la belleza. Atención especial merecen los ríos de alcohol que corren por las venas de sus personajes, que rara vez hacen nada sin la compañía de un whisky o una cervecita.

Acorde con estas intenciones, la narración extrema su sequedad y elimina cualquier tipo de adorno verbal llevando al extremo un estilo que se pretende objetivo, más cercano al rigor policial de un Dashiell Hammett que al de un Dos Passos del que temáticamente pudiera sentirse más afín. Sin embargo Carver construye la eficacia de sus relatos a través de un magistral uso del tiempo narrativo que se apoya en diálogos naturalistas y milimétricos y de la sabia dosificación de las tensiones acumuladas en unas historias en las que se siente siempre la vibración de una energía negativa latente y apunto de explosionar.

De todas formas, quien se acerque por primera vez a este universo tan particular que lo haga prevenido, pues se adentra en un territorio desasosegante que puede no ser plato de buen agrado para paladares no acostumbrados a los sabores amargos. Aunque si mantiene la templaza, tenga por seguro que degustará uno de los platos más exquisitos de la literatura contemporánea.

En fin, que algún día me gustaría escribir la mitad de bien de lo que escribió este hombre. O beber la mitad de lo que bebieron sus personajes. O conocer la mitad –solo la mitad, por favor- de la infelicidad que rezuman sus páginas.


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