lunes, 6 de marzo de 2006

Corazonada

Siendo un retaco que apenas alcanza a asomar la cabeza por encima de la mesa del comedor, a Fulgencio Rodríguez Infante se le ha instalado en la mente la idea de que está destinado a morir surcando los cielos en un avión. Es como una punzada que se le clava bajo el esternón y que le impulsa a contárselo a todo adulto que tenga paciencia y tiempo que perder en oírselo contar.

-¿Tu que vas a hacer cuando seas mayor?

-Yo moriré en un avión
Resignados, sus padres le ríen y aplauden la gracia mientras repiten con igual tozudez que “ya se le pasará cuando crezca”.

Ciertamente Fulgencio crece, y de tal manera que a los quince años ya saca más de diez centímetros a casi todos sus compañeros de clase. Sin embargo, la fe en su destino fatal no sólo se mantiene firme con el transcurso de los años, sino que se ve afianzada según va conociendo la historia familiar. Así descubre que su bisabuelo paterno, Fulgencio Rodríguez Sepúlveda, encontró la muerte sepultado bajo las minas de cobre y zinc de Riotinto, en la provincia de Huelva, mientras daba cuenta de su bocadillo en la soledad del rincón más peligroso de la mina: donde tuvo la certeza de que nadie más se atrevería a adentrarse. No menos extraña y confirmatoria fue la muerte de su abuelo, Fulgencio Rodríguez Arroyo, al que arrolló, en su primer día de trabajo como guardia de tráfico el primer coche que tuvo el honor de circular por las polvorientas y pedregosas calles del pueblo. Finalmente, para cuando su propio padre, Fulgencio Rodríguez Fúlmez, muere en una oscura tarde de tormenta fulminado por un rayo mientras limpia los cristales de un rascacielos, el asunto es ya incuestionablemente cristalino: la muerte les llega y les lleva cada vez más arriba.

A pesar de su terrible convencimiento, Fulgencio consigue llevar una vida serena y feliz: se licencia en Administración y Dirección de empresas con notas mediocres que no le auguran ningún futuro excepcional y entra a trabajar en Anderssen y Asociados, donde pronto le hacen jefe de personal; con motivo de una plaza vacante de secretaria entrevista, contrata, invita a cenar, se acuesta, se enamora y se casa con una rubia preciosa cuyo currículum había recibido apenas el día antes. Cuando tienen a su primer y único hijo, Fulgencio comienza ya a planificarle la carrera de astronauta a su retoño. Y en estas veleidades anda Fulgencio entreteniendo su tiempo hasta que en una mañana gris, cuando cuenta ya con 56 años, recibe la orden de volar al próximo congreso de recursos humanos que se celebrará en Barcelona. Con la noticia se le acentúa la punzada bajo el esternón; no hay duda pues, ha llegado la cita tanto tiempo presagiada.

Así que a las 6:45 de la madrugada de un lunes que amenaza lluvia, Fulgencio toma el Boeing 747 de Iberia que deberá llevarle a Barcelona; lo hace con el ánimo tranquilo y en paz con el mundo: previsor como es, ha contratado una póliza de seguros que garantice la solvencia económica de su familia y, ayudado por las influencias adquiridas en sus más de 20 años de servicios en Anderssen y Asociados, ha conseguido el ingresó de su hijo en la Agencia Espacial Europea como piloto de pruebas. La última noche, a modo de despedida, realiza con su mujer el amor con la misma ternura que en los primeros años de casados. Descartado el miedo, la sensación que le domina es la curiosidad: curiosidad por conocer el momento exacto en que se producirá la desgracia y por las circunstancias que le rodearan. Siente algo de pena por lo demás pasajeros, pero tras mucho reflexionar llega a la conclusión, convencido como está de la imposibilidad de escapar de lo inevitable, que es tan inútil preocuparse por el destino de los demás como del suyo mismo.

Según se van acercando a Barcelona, la amenaza se ha convertido ya en tormenta y el avión se tambalea con las turbulencias mientras que Fulgencio asiente resignado entre los gritos histéricos de los pasajeros: por un momento el Boeing cae en picado y apura la que cree será su última experiencia. Sin embargo, para su sorpresa, el avión rehace el rumbo y abandonando la zona de turbulencias, ya con todo el mundo más calmado, aterriza sin problema alguno en el aeropuerto del Prats. Fulgencio pasea aturdido por la sala de la terminal sin acabar de entender lo que ha sucedido. Tal vez, piensa, no era este el momento. Sin embargo, la punzada bajo el esternón así se lo garantizaba, punzada que, ahora que se fija, ha ido haciéndose cada vez más intensa. De hecho, ahora es tan intensa que Fulgencio tiene que doblarse sobre su cintura para tomar aire. El dolor en el pecho, semejante al que producen los gases, sigue incrementándose y es ya tan fuerte que le cuesta distinguir el mundo a su alrededor: por un momento y antes de morir cree entender su error, casi tan claro como lo hubiera podido comprender de haber sabido que su hijo, Fulgencio Rodríguez Asensio, moriría asesinado un par de años más tardes.

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